El
desmantelamiento del Toblerone levanta pasiones. Hacía tiempo que no se veía en
Almería un debate tan encendido. Me pregunto, muchas veces, por qué el
periodista Jose Fernández se presta
al papel de desmedido provocador. Para decir que “Almería entera debería
celebrar la demolición de un obstáculo como el inservible Toblerone” no es
necesario decir que quienes piensan lo contrario son “cuatro pelmas” miembros
de “la presunta progresía cultural”.
Antonio Felipe Rubio anda en la misma
onda: “Desconozco qué tipo de síndrome, abducción o empatía prevé la
psiquiatría para diagnosticar un ferviente impulso por la preservación de una
inconmensurable mierda”.
En
sentido opuesto, la argumentación más seria la ha ofrecido la arquitecta Alicia Requena: “Forma parte de la
identidad y el imaginario colectivo almeriense, y define nuestra idea de
Almería y de su historia”. Para Laura
Rodríguez-Carretero, “con su derribo se destruye una parte de nuestra
identidad”. El periodista Iván Gómez
cree que el Toblerone “es un elemento singular del patrimonio industrial
almeriense”, mientras que para Javier
Irigaray “suponía un inmenso contenedor vacío lleno de posibilidades en una
ciudad tan falta de equipamientos”.
Julio F. Béjar considera que “esa
cordillera de lata rojiza forma parte de la historia de Almería, una ciudad que
nunca aprendió a amarse” y para el escritor Jesús Muñoz “Almería pierde
una seña de su identidad, un edificio que, aunque de valores estéticos
discutibles, es sin lugar a dudas uno de los que más han marcado nuestro pasado
cercano”. Emilio Ruiz.